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Guardia Rural Cuba antes de 1959

¡Aquí lo que hace falta es un Coloreano!

La cola del pan, me volví y detecté el origen de la frase: un viejecillo  enfurecido se quejaba de los que, sin respetar el turno, compraban  y se iban, sin que avanzara la imprecisa línea de aspirantes al vital  alimento.

¡Se acabó el pan! –anunciaron- ¡Hasta dentro de media hora!

¡Lo dije- volvió el anciano acalorado- hace falta un Coloreano!

Los jóvenes reían, bien porque les resultara graciosa la indignación del octogenario o por la insistencia con que clamaba por el susodicho personaje. Los mayores hicieron guiños, mientras intercambiaban  gestos de reproche.  

Para muchos continuaba siendo una intriga el reclamo del anciano hasta que alguien desde la multitud lanzó la primera respuesta:

¡Parece que te gustaban los guardias rurales!

Algunos pequeños preguntaron por el “hombre de colores” y su relación con los soldados de amarillo que solamente conocían por los dibujos animados y los  libros de historia…

Nadie sabe con exactitud el nombre verdadero del Coloreano, sargento de la guardia rural, que azoló Mantua en los últimos años antes de la Revolución de 1959. Dicen que era un mulato cobrizo proveniente de Minas de Matahambre, que hizo del plan de machete su medio de “educación social”.

Camisa y pantalón caqui, polainas de cuero, sombrero de ala redonda, el  paraguayo al cinto y un revolver calibre 45 con la culata de marfil, era su  indumentaria, y así aparecía, de día, de noche, con lluvia o con frío en cada recodo de la villa y sus campos para aguarle la fiesta, interrumpir el trabajo o tumbarle un lechoncito al guajiro que bajaba la cabeza y apretaba los dientes, porque ir en contra del gendarme y la pareja de rurales que invariablemente le acompañaba, equivalía a un plomo, cuatro planazos,  reclusión en el cuartel o acusaciones graves por ser mau mau.

El famoso Coloreano, obligó a los peloteros del poblado a jugar un partido de nueve innings con el público, los jugadores y los árbitros en silencio.  Fue responsable de un guateque en el que, por más de diez horas bailadores y músicos tocaron la misma canción, y obligó a Rey María a no verse con la amada en el parque central de la villa por aquello de, ¿Quién ha visto negro con novia?  Eso y muchas más.

Los guajiros  venían al Tercio Táctico para denunciar un robo de vacas, gallinas o cerdos:

¿Sospecha de alguien?

Bueno mire, sargento, decían, por allí nada más hay huellas de caballos con unas herraduras así de grandes…    y el castrense no los dejaba concluir.

¿Por casualidad usted está diciendo que los ladrones somos nosotros?

Y hasta allí llegaba la denuncia, porque los únicos caballos con esas características, donados por el ejército norteamericano, eran los de la  guardia rural.

Golpizas, asesinatos, robos; un rosario imposible de describir. Afortunadamente llegó la Revolución y todo aquello  se acabó. El Coloreano fue puesto tras las rejas, se le comprobaron hechos de sangre y lo fusilaron, pero sus cruentas historias quedaron en el imaginario popular y hoy, bien lejos del machete paraguayo y el revólver 45, todo parece muy gracioso…

¡Arriba, caballeros, que vamos a continuar con el pan!

El anuncio me sacó de las cavilaciones. Entre bromas y trastadas unos  chicos pusieron al vejete que pedía el regreso de la rural en el primer puesto de la cola y lo ayudaron a meter el pan en una jaba de nylon.  Bastón en ristre se perdió entre la multitud. Llegó mi turno, compré y me fui a casa.

Por mi lado, el cartero del barrio pasó vendiendo el tabloide con la nueva Constitución, la ley de leyes que, para hoy y para el mañana, garantiza a los cubanos una existencia plena, sin el temor de vivir bajo el machete del  Coloreano.

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