De todos es conocido que el delegado no administra, ni posee recursos materiales; y que, al elegirlo, no garantizamos un almacén de insumos para la comunidad. Esta persona, que también ha de cuidar una familia, hacer su trabajo y enfrentarse a las carestías de la vida, asume una inmensa responsabilidad al encargarse de gestionar y buscar soluciones a los planteamientos, quejas y demandas de quienes lo eligieron.
Solo el que ha estado en la piel de un delegado, desde los años 90 hasta el presente, puede dar cuentas de momentos difíciles, gestiones y horas, no siempre fructíferas, dedicadas al honroso desafío de representar al pueblo.
Y es que hay un puente, aún muy frágil entre el delegado y los administrativos, que es preciso fortalecer. Hasta hoy muchos con cargos en la economía y los servicios no definen entre sus prioridades la responsabilidad que tienen con esa mujer, o ese hombre que el barrio comisionó para gobernar.
Y no me equivoco si digo, gobernar, pues eso es precisamente lo que hace. Baste echar una ojeada a la Constitución de la Republica para saber que el poder no emana de una empresa, entidad, o administración, sino de los representantes del pueblo, responsables también de designar y revocar a los que administran los bienes de todos.
Con estos conceptos bien claros hemos de replantearnos de una vez el papel que corresponde a una y otra parte para que los planteamientos no caigan en agujeros sin fondo, para que las respuestas no constituyan improvisación del primer minuto y para que se hagan cuantos esfuerzos sean posibles en pos de auxiliar a esa persona comisionada por la comunidad para buscar soluciones y llevar respuestas o alternativas hasta sus electores.
De todos es sabido que errar muchas veces, aunque sea por causa de segundos o terceros, puede debilitar el prestigio del delegado, quien por lo general es persona de bien, pleno de valores y aptitudes por los que sus vecinos lo eligen.
No es necesaria una legislación, una circular o algún nuevo decreto para cumplir con estas máximas, y más allá de verlas como estrategias políticas, hemos de sentirlas como estrategias de alto contenido humano.
En las cuadras, los ciudadanos se enfrentan día tras día a los problemas de vivienda, deficiencias en los servicios básicos y el salario que no alcanza. Si a tales situaciones le sumamos la incapacidad para responder a sus planteamientos, que la mayoría de las veces no están más allá de las posibilidades reales del país, estaríamos marchitando las bases de nuestro sistema social, y violentando la autoridad verdadera que descansa en los hombros del delegado.
Fortalecer el prestigio de este hombre o mujer ha de estar, sin necesidad de orientaciones superiores, en la conciencia y la moral de cada persona que ostente un cargo administrativo en Cuba. Y es que la atención a sus demandas, propuestas y preocupaciones ha de estar reflejada en cada acto, documento y espacio donde se traten los problemas del pueblo para que nadie pueda ignorar de donde hemos venido y cuanto ha costado alcanzar la democracia y la justicia social, representadas en la figura del delegado.
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