Para 10 000 habitantes quizás sea un símbolo, pero como lo aman los mantuanos

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Todos nombran “Semiprotegido”, para que suene a nombre propio, familiar: es un jardín de 300 metros de largo y casi 100 de ancho, pero no siempre fue así; hubo un tiempo en el que los troncos de marabú y “mancamontero” libaban la riqueza del suelo y que después  centenas de mantuanos acarrearon hasta los canteros… pero es historia.

Ya todo tiene un antes y un después, porque la pandemia de Covid-19 partió al mundo en dos espacios temporales, ayer y hoy. Por eso muchas historias serán contadas desde el pretérito del dolor hasta el presente de recuperación y esperanza que, por fortuna vivimos.

Ramón Hernández Lago, administrador del lugar recuerda los malos  días con pesar. “No perdimos a nadie, pero enfermaron ellos o sus familiares y los vimos partir, sin saber qué les ocurriría”. El visitante se asombra al encontrar un mar verde, donde cada plantación sirve al propósito de alimentar a los niños del círculo infantil, las embarazadas del hogar materno y a los pacientes ingresados en el hospitalito de la localidad.

“De aquí se saca cantidad de hortalizas. - refiere Alexis Cueto, un joven que decidió no perder tiempo y probarse a sí mismo en el trabajo- Lo que producimos se consume inmediatamente, y aunque no alcanza para todo el pueblo, se resuelve un problema grande.”

“Pero es lindo trabajar aquí, dice Yamiris Díaz Mató, porque hay un colectivo de personas muy buenas y laboriosas. Aquí el trabajo no se divide, se hace, y tener este lugar como lo está viendo es un sacrificio muy grande que hacemos todos los días.”

No es lugar para grandes salarios 1 500 pesos es poco, pero según Ana Rosa Álvarez, operaria del “Semiprotegido”, no hay lugar mejor para ganarse el pan en la agricultura. Ganamos poco para lo que hay que hacer, porque esto es más que una vega- dice- sucede que, en mi caso, me gusta sembrar, ver las plantas crecer y es por eso que sigo aquí. Hay otras opciones, pero, sigo aquí”.

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Para una población de más de 10 000 habitantes, la producción del sitio es apenas símbolo, pero las buenas prácticas de este lugar debían servir de ejemplo a cada entidad productiva.

“No es inmodestia si digo que de nosotros se puede aprender mucho”. Así habla Ramón y mira a su alrededor con semisonrisa que no puede esconder tras la mascarilla. Él siente orgullo y no lo oculta. “Con los míos- sus obreros- se puede contar a cualquier hora del día y de la noche. Están hechos para todo y aman este lugar donde todos los días hacen tantos esfuerzos. Ojalá- concluye- que, en cada centro de trabajo o estudio, donde tengan un pedacito de tierra, intenten producir comida como hacemos nosotros. Entonces otro gallo cantaría”.

Y como si lo estuviera escuchando, no lejos de allí, un mantuano atiende los canteros del politécnico.  Él se nombra Luis Alberto y también lleva en el ADN el amor por la tierra y sus frutos. “No es tan sofisticado como el del vecino- dice y sonríe- pero yo también tengo acelgas, habichuelas, pepinos, rábanos… y todo en excelente estado”.  

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El subdirector del politécnico que le acompaña aclara que lo que producen los canteros va a la cocina de la escuela y que el lugar se emplea como polígono para los muchachos que se dedican a la agronomía. “Algún día tendremos algo así como este”.

Para nosotros, que los podemos mirar desde una esquina, está claro que, sin el esfuerzo que realizan, ellos y otros en todos los lugares de la geografía de Mantua, no habría un despertar y una esperanza.

 

 

 

 

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