Crónica de una mañana de silencio en Mantua

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Manrua

¡Cuarentena! Salto de la cama y destierro los últimos vestigios de un sueño mal concebido. Es el tercer día de una villa en aislamiento, y me dispongo a mirar a través del lente de la cámara, rueda de plástico y cristales que, en otros tiempos, se me antojaba escudo.

No hay sol, porque la naturaleza conspira. Gotas de lluvia caen sobre mi espalda, pero no hay refugio. Los portales permanecen cerrados y las cuerdas enlazan columnas con carteles que se mecen bajo la persistente llovizna: no pase.

Saco fotos de calles vacías. Un auto pasa raudo con las luces encendidas, el chofer, enfundado en traje verde y máscara de acetato, me hace un gesto. A lo lejos, un perro callejero aúlla su tristeza.

 Protejo el equipo con el faldón de mi chaqueta y apresuro los pasos hasta el recaudo frondoso de la esquina, donde los árboles se empinan verdes, ajenos al problema de los hombres con un ser microscópico. ¡Cuarentena!

En la tienda los mensajeros hacen compras para los vecinos confinados. Hay muchos, pero no se aglomeran. Parten en bicicletas, motos eléctricas y triciclos a distribuir alimentos. Son responsables de que, en cada hogar, el sonido tranquilo del plato y la cuchara, no se apague, incluso en tan fatales circunstancias.

 La lluvia arrecia y busco abrigo bajo el alero de una institución pública. La ambulancia de apoyo vital, con su sirena y balizas encendidas, pasa vertiginosa.

-Un pequeño de 9 meses, lo llevan positivo.

Me habla un mensajero que buscó refugio bajo la misma cornisa. Se mantiene lejos, y tiene motivos: ¿Por qué confiar en mi estado de salud, cuando la aparente calma de este arroyuelo viral ha sido la desgracia de tantas personas? ¡Es la cuarentena y el aislamiento es necesario!

Mantua 2

Un camión se detiene a escasos metros. En la tienda de enfrente se abren las puertas y comienza la descarga. ¡Cloro! Llueve, pero los hombres no hacen caso del agua que les corre por los rostros enfundados. Solo desean terminar y marcharse. A lo lejos un audio repite hasta el cansancio la orden de las autoridades: permanecer en casa.

Amaina la lluvia y decido ir hasta el policlínico local, pero no entro. Confieso mis temores, y no puedo evitar la mirada interrogante de quienes custodian la entrada. Todos sentimos la duda ante lo invisible.  Desde la acera hago fotos de la institución y me vuelvo a la calle, una calle vacía, recuerdo vago de lo que fue un pueblo alegre y colmado de ruidos.

No son días para indagaciones periodísticas, me digo. La sola presencia de una cámara espanta a los que no desean la cercanía de otros, ajenos a sus familiares.

Rumores de graves y fallecidos, se materializan y escapan al enclaustramiento de la cuarentena. Antes era una posibilidad lejana. Hoy la muerte por COVID-19, en esa fase considerada inevitable, es un hecho que golpea de cerca.

Él cumpliría pronto los 101 años, pero la negligencia de terceros, lo condenó. Recuerdo haberlo entrevistado. Aún conservo en mi memoria su lucidez y ganas de vivir.

Ella es negra como el azabache, pulcra hasta los extremos y hermosa, a pesar de los años. Esposa de un amigo, madre de buenos retoños, y ahora lucha por su vida en un hospital de la provincia. Hay zozobra en el barrio, porque la muerte, impávida, rencorosa, quiere llevarse a Marta.

Ensimismado, me descubro desandando la calle hasta mi casa. Un agente del orden me detiene. Está enfundado en capa negra y en su rostro enmascarado resalta el brillo de unos ojos necesitados de sueño. Le enseño mi identificación.

-Cuídese periodista.

-Gracias, hermano, lo haré.

En la panadería, los mensajeros se alinean sobre círculos dibujados en la acera. ¡Jamás vi tanto orden! Puede que el llamado de las autoridades, surta efecto. Es innegable cuántas indisciplinas nos condujeron hasta el fatídico escenario de la cuarentena y el aislamiento obligatorio.

Suena el teléfono, lo levanto y apenas veo la pantalla salpicada por la llovizna que aumenta. Es Luis Eduardo, el joven de la entrevista.

-Profe, lo llamo para decirle que voy de nuevo quince días a la zona roja. Deséeme suerte.

-Suerte, hijo, y cuídate mucho.

Una lágrima se escurre bajo mi mascarilla. Son las nueve de la mañana de un día gris, cargado de lluvia y presagios nada halagadores. En la tele, el parte oficial sobre el estado de la enfermedad en Cuba. Son muchos casos para una sola jornada- me digo- y, en acto mágico, el médico bueno que es Durán, explica la misma idea: “son muchos casos para una sola jornada”. Estamos en cuarentena, pero la esperanza no se ha perdido: viviremos y venceremos.

No tengo la menor duda.

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